CHAO BARCELONA De la fama al exilio
- Cristian Daniel Ferrero
- Mar 6, 2021
- 11 min read
Updated: Apr 20, 2021
Habrás escuchado maravillas de esta ciudad que ha capturado a tantos viajeros que planeaban una ingenua visita fugaz. Latinos, asiáticos, africanos y provenientes de muchos rincones del planeta han hecho una mixtura con la cultura local que apasiona, atrapa, sacude y transforma. Encallada entre el Mediterráneo y la sierra de Collserola ella sabe que es una de las divas europeas.
Nadie que pase por aquí experimentará un simple pasar. Punto donde encuentras lo no buscado.
Mi plan era verdaderamente urgente e ingenuamente breve: venir a buscar contención, fuerzas, descansar, aunque sea por un rato de tanta tristeza, infinita tristeza. Un abrazo necesitado, una compañia, un sentir familia, aliviar la carga, intentar recuperar el prematuramente frustrado nomadismo. Si es que era posible regresar a él.
El síndrome de Estocolmo no tardó en florecer, casi un año pertenecí a la mágica y cautivadora Barcelona. Pero no vengo aquí a contar cómo y por qué arribé, sino a narrarles por qué tuve que irme. El final de mis días no fue elegido, más bien fue forzado. Contra mi voluntad tuve que abandonar la metrópoli, no todo es color de rosa en tierras catalanas cuando caes en la trampa, yo caí en la trampa de ser su amigo. Camarada de una noche, de una eterna noche.
Salí a buscarlo. Optimista. Inocente desconocedor de maldiciones.
Si quiero encontrarlo, deliberaba, la mejor forma será en mi bicicleta, La Conor, adquirida sin asiento y de dudosa procedencia por unos humildes 25 euros. Comencé por el barrio que se lleva la gran mayoría de las visitas turísticas. Estoy parado frente a la emblemática Sagrada Familia, con sus deformes tridimensiones ajenas a todo lo visto, a esta maravilla no se la observa, ella te impone, ella palpita, se la siente, pareciera una creación de la naturaleza que utilizó humanos para terminar su obra viviente, aún viviente. Lo más sorprendente y llamativo es que desde cada angúlo que se la mire pareciera una obra distinta, la fachada varía drásticamente, como un pulpo que cambia de color, forma y textura. Penosamente asficciada por tantos turistas, cámaras de fotos y vendedores que dificultaban la búsqueda. Trabajos denigrantes me regalaron miles de nuevas visitas para poder apreciar esta iglesia siendo teñida de luna, ocaso, amanecer, etc. El destino no cruzó por aquí nuestros caminos. Meses y kilómetros se rodaron. Pedalié hasta que todas las marrones hojas se suicidaron. Sólo ramas y esqueléticas sombras frenaban la lluvia.
El rumor mutó a verdad, la posibilidad fue realidad, me convertí en el sujeto de las improbables e incomprobables historias de amigas de amigos que llevan años narrándose en cada juntada, cuando en la leyenda urbana apareció mi nombre mi tiempo comenzó a correr.
A pesar del frío la navidad hace relucir la ciudad, decoraciones por doquier, luminarias de todos colores nos anticipan las fiestas y falsas nuevas esperanzas provenientes del cambio del último díigito. Bajé a plaza Catalunya, cerca de aquí convergen los barrios antiguos y llenos de vivas historias como el Raval, Borne y el Gótico. El contraste se hizo presente, la zona obrera que hace relucir a las elegantes; el modernismo que se exaserva por la no progesión de los otros sectores. La mala prensa acusa a esta zona de estar plagada de narcos, prostitutas y departamentos tomados ilegalmente. Parcialmente cierto, y esto mismo es lo que nutre Barcelona. Aquí nace y muere con cada amanecer, transmuta, reencarna, aquí la mixtura creó una maravillosa actividad comercial diurna deglutida y parida en la oscuridad como tierra desolada de miedoso, prudentes e inseguros. Auténtica noche. Diáfanos amores. Salvajes pasiones. Inchoerentes e inolvidables conversaciones.
¿Por qué vengo para estos lados? No sólo por que sus cargosas paredes susurran viajeros ecos poliglotas que se impregnan en pérgolas de ropa interior colgadas, balcones donde ojos se refugian detrás del humo del cigarrillo, vagabundos que merodean las pobres sobras, Etc. Sino porque aquí es el primer sitio en donde un fanático al llegar a Barcelona acude esperanzado de verlo: El bar del que él es dueño se llama “Mariatchi”, un pequeño antro como cualquier otro que atrae por su poderosa mística asociada a la esperanza efímera de encontrarlo al cruzar ese portal. Esperanza estadísticamente poco probable. Adentro, el sitio es un universo de clones, todos simulan ser él (gorra guerrillera, camisas abiertas y grandes collares de macramé con piedras), un minúsculo baño diseñado sólo para vejigas grandes. La entrada es gratis, pero el costo es mutar a él, falso efecto que a los turistas contagia. Obviamente fui afectado y como era de esperarse, jamás apareció.
¿Qué rumor? ¿Qué posibilidad? ¿Qué historia? ¿Qué leyenda urbana?
Se sabe que un personaje conocido en todo el mundo vive aquí; divaga en su bicicleta como uno más; alguien al que la fama no ha podido domar, más bien él la domesticó. Sin quererlo ha expandido su mística tanto como su arte. Buscarlo es inútil, el caos es el director de esta obra. Y si formas parte de ese bajísimo porcentaje de quienes han intercambiado palabras con él, prepárate para los cambios. Cimbronazos. Replanteamientos. Todo puede desmoronarse. Todo.
Cuando los abrigos se guardaron; y como hechos por Dalí, los brotes resurgieron pintando abstrasctas sombras sobre el asfalto monté La Conor en dirección a la Gran Via, visitando donde residió el padre de los detectives salvajes, una placa autista nos cuenta donde vivió Arturo Belano, a su lado un pequeño café que conservará el aroma de tantos inmortales poemas. Al llegar a la Gran Via no importa cuantas cañas hayas tomado porque te protege de los automoviles con sus bici-sendas abrazadas por frondosos árboles que te acompañan hasta la imponente plaza España donde yace la ex plaza de toros. Ya no corren aquía estos pobres animales perseguidos por crueles muertes, ahora, como una venganza de sus ánimas, seres humanos son perseguidos por promociones y precios de liquidación que los hacen desangrar. Nada por aquí.
Forzar el destino, inútil. Torcer la suerte, necedad.
Transpirando en mi querida Conor, remera y pantalones cortos; el verano había comenzado. La lentitud de una caminata traería una búsqueda más minuciosa. Con el calor vienen incontables celebraciones populares donde la mayoría se realizan en las calles. La ciudad (aún más) se llena de vida, movimiento y un aire dominguero que enamora. Entre tantas festividades, mi preferida es la competencia de los Castellers; torres humanas de más de cinco pisos donde forman distintas estructuras buscando quien alcanza la altura máxima, siendo los que llegan a la cima niñas o niños de no más de siete años de edad. Uno queda atónito al ver personas como nosotros realizando semejante despliegue y es inevitable la adrenalina al ver subir esos niños mientras la estructura comienza a temblar y la música es la pista clave para comprender la fijeza de la torre. Lo mágico de esta competición sucede en su base, donde no solamente está formada por los más fuertes del equipo, sino que se agrupan los vecinos que acompañan a este equipo, sus familiares y también otros equipos abrazándose siguiendo la forma de los cimientos humanos transmitiéndose estabilidad y una mística energía que provee firmeza.
El futuro es indomable. El encuentro un imposible.
Por otro lado, durante el verano se le asigna una semana diferente a cada barrio para que ellos se organicen con la celebración, los vecinos de una misma calle se ponen de acuerdo en la temática y la calle toma esa personalidad hasta que finalice su semana. Es como el carnaval en Rio de Janeiro, pero en vez de carrosas son calles. Por lo que en sólo un barrio tenés varias estéticas que cambia en cada esquina. El barrio de Gracia no sólo es conocido por su aire aún muy catalán, una gran concentración de bares y plazas que albergan cerveceros de bajo presupuesto, sino que experimenta la más concurrida de todas las celebraciones. Caminando pasarás por un verde caribe lleno de palmeras, tragos tropicales e inconfundible música pegadiza de fondo, doblarás en la esquina e ingresarás al mundo de los video juegos con electrónica sonando y en la próxima calle una Alhambra te cantará sus flamencos con un tinto de verano, etc.
Ningún rastro de él por aquí, alguien famoso no se arriesgaría a meterse en una fiesta como la de Gracia, más bien en la quizás menos atiborrada, donde van las poetizas, locas, los aburridos, detectives, borrachos y perdidos. Y aquí es donde comienza el principio del fin, en uno de mis barrios preferidos: el Poble-Sec, abrazado desde el sur por el cerro Montjuic, una pequeña montaña donde se puede divisar el mar y la ciudad en su máximo esplendor, llena de bosques, parques, escalinatas, olor deporte, magnesio, drogas y sexo a escondida; el puerto en su otro extremo y la calle Paralel custodiándolo de los que no aprecian el caminar sin rumbo. Su famosa calle, el carrer de Blai, la peatonal más bella, una galería viviente de Pinchos: una especie de rodaja de pan con las más variadas propuestas arriba, desde una porción de tortilla de papa, salchichas con huevo, sushi hasta una pata de pollo. Y no podés dejar de visitar Marcopolos, la esquina mágica, la cuna del fernet en Barcelona, encuentros latinos que hacen a uno sentirse en casa.
Era martes cerca de la una de la mañana, terminábamos la ya decidida última cerveza con Diego y Anilú entregándonos a una noche moribunda. Una gorda en tetas bailaba arriba del escenario mientras la ingenua policía con buenos modales intentaba estriparle sus quince minutos de fama. A nuestro alrededor nadie. Nos despedimos. Mi equilibrio y coordinación programaban el ataque a los candados, la llave desorientada trataba de ingresar en ellos, fueron muchos intentos que hicieron de esta demora un capricho del destino. Al levantar la vista, cuando la bicicleta quedaba en libertad veo que él aparece, en su bicicleta, con su boina Guevarista, su camisa amarilla brillante y su enorme collar de macramé con una piedra en el centro. Quede congelado, sin reacción, sin poder respirar, lo miraba fijo buscando dilucidar si era él o alguno de sus tantos clones salidos del Mariatchi. Cuando dejé de buscar, encontré. Provocaciones del presente, alteraciones del futuro.
Era él. Manu. Manu Chao. Frente a mí. Yo, él, coincidir. Una probabilidad ínfima, un cero, coma, seguido de muchos ceros.
Imaginé miles de alternativas para este momento, universos donde nos hacíamos íntimos amigos, asados con mi familia, giras con su banda, etc. En ese preciso momento todos mis valores y principios (sin fundamentos) de “si lo veo a Manu no lo voy a joder” se esfumaron al instante, la foto que jamás le pedirías pasó a ser mi objeto más deseado, mercenario de la fama ajena, un ser desagradable que sólo buscaba sentirse amigo de la estrella. Registro concreto de ser parte de esta leyenda.
El alcohol, consciente de esta avaricia existencial, tomó las riendas y consiguió domar a esta bestia que no podía regular su alegría y nervios, un idiota que no percibe lo idiota que está siendo con sus idioteces. Valga la redundancia.
Así que me dirigí a él con una extraordinaria seguridad basada en una ebria idea:
- Hola Manu, soy Cristian, yo te fui a ver varias veces. Pero fui a tus recitales porque invitaste al mejor cantante del mundo.
La deplorable, antiquísima e idiota táctica de sacar de foco al famoso, de un intentar hacerlo sentir menos estrella estaba desplegada. Aposté fuerte. Manu me miraba fijamente en un buscar de armar la idea. Exclusivamente actuando por educación y respeto me dio la mano y sonriendo (esas sonrisas detectoras de idioteces) me preguntó:
- ¿Con quién canté?
Estaba hablando con Manu Chao, solos en una perdida calle de Barcelona, la gorda había sido domada por la policía catalana, las luces del escenario agonizaban, una escoba extirpaba un vómito de una baldosa, un perro mimaba con su lengua una meada antigua en la entrada de un edificio, el viento amontonaba vasos plásticos ya vacíos pero llenos aún de libertad.
Y a mí me había contestado Manu. Que rebuscadamente generoso es el cosmos.
- Con la mona, Carlitos “la mona” Jiménez. Contesté
El silencio aterrador premeditaba el fin de nuestro encuentro, mi cerebro no arrojaba otra idea, aún pesaba la conciencia frustrada por mi paupérrimo despliegue.
En ese instante, de entre las sobras nocturnas aparecieron tres hombres aún más borrachos que yo, y con un nivel de cargoseo extremo que asqueaba.
El cenital de la estupidez ya no estaba puesto en mí. Al instante no dudaron en pedirle fotos, abrazarlo, besarlo y decirle cuanto lo admiraban. La verdad, que la aparición de ellos fue el mejor camuflaje para mi falta de manejo de la situación, ansiedad y nervios. Percibí la incomodidad. Se expandió. No era yo su gestor. ¿salvado?
Mi mano temblaba conteniéndose para pedir una foto, lo soporté, no se la pedí y cuando se alejaba la horda de rubios insoportables luego de que cada uno se hubiera sacado mínimamente cinco fotos Manu me ofreció hacernos una foto, que acepté sin dudarlo. El que sacó la foto debía tener Parkinson, salió borrosa, fuera de foco, realmente mal. Ya sabrás de cual foto hablo.

El premio a no pedirle otra foto y aceptar su propuesta de “entre vecinos no nos sacamos fotos” fue un pasaje a dejar Barcelona, un tiquet a salir, un cambio radical, al aceptar dejar.
Y aquí es donde podría terminar esta historia, ya digna de ser contada. Pero no fue así, quiso Manu premiarme con ser no sólo uno de los pocos que se lo cruzó, sino inscribirme en la elite del rumor, la posibilidad e historia. Al despedirse me dijo: nos vemos en comtu mañana a las ocho, no le digas a nadie.
La resaca, pacientemente, se escapaba de mi cuerpo con cada vaso de agua, eructo e ida el baño. Hable con dos amigos, no podía contenerme ni con lo sucedido, ni con la culpa de la remota posibilidad que esto sea realidad y no lo comparta. Les comenté que había conocido a Manu Chao y que por lo que descifré de su última oración hoy iba a tocar para unos pocos.
Incrédulos, pero sabiendo que me suelen suceder cosas de este tipo decidieron acompañarme. Cerca de las ocho de la noche estábamos en frente a Com-Tú, un bar que desde afuera no promete demasiado, no éramos más de veinte personas en la vereda tomando cerveza y conversando en distintos grupos. Cuando ya la duda se sumaba a la ronda de cervezas y la desconfianza acusaba hambre apareció Manu en su bicicleta, tranquilo, sumergido en su envidiable mundo, en un universo paralelo donde nada afecta el ritmo, donde las agujas de los relojes enmudecen, donde la alteración es sólo autogestionada.
Saludó a los distintos grupos y al girar hacia donde estábamos nosotros (que obviamente lo escarbábamos con nuestras miradas y sonrisas) se acercó, me reconoció. Miró a Pini y a Diego y los saludó presentándose como si no lo conociéramos:
- Hola, soy Manu.
Siguiendo el juego de “es la primera vez que te vemos y no sabemos que sos super mega famoso” Diego y Pini se presentaron también. Respondiendo con un “un gusto Manu” seguido de sus nombres. Una escena mágica, memorable, una mentira dulce, un engaño consciente al que jugábamos llenos de amor por ese individuo admirado y seguido.
- Nos vemos adentro. Soltó Manu alejándose.
Una vez dentro, se cerró la persiana y quedamos en una reunión de amigos, no más de cuarenta personas, bailando y disfrutando de las más variadas canciones que Manu acompañaba con su guitarrita desde un costado, fuera de foco, descentralizado, tan extrañamente humano.
Horas de alegría, frenesí, incrédulos abrazos sabiendo que esto sucede muy pocas o casi nunca en la vida, un artista venerado (como pocos), querido, tantas veces visto desde lejos, en masa, nos regalaba la oportunidad de presenciarlo con sus amigos en una relajada y mágica noche catalana.
Salimos abrazando el crepúsculo. ¿el próximo? ¿Cuándo será? Nadie lo sabía. Caminábamos en silencio, traspirados de adrenalina, alterados de pasión, la sonrisa ejercía un golpe de estado en los rostros.
- ¿Qué más tendrá Barcelona para sorprendernos? Pregunté a Pini.
Suspiró. Nos bañamos en silencio.
- La verdad, nada. ¿Qué puede superar a esta noche? Contestó.
En ese instante lo supe, lo supimos, era tiempo de seguir moviéndose, de dejar Barcelona en el más alto de todos los podios. Manu chao nos había expulsado, nos había marcado en el rostro con un cachetazo muy placentero el punto máximo de nuestras expectativas.
Los muebles se vendieron, los amores se despidieron, las habitaciones se alquilaron, los amigos lloraron repetidas despedidas. Y la familia que con aquellos abrazos soportaron todo el peso muerto de mi tristeza, comprendieron que había comenzado a sanar.
No estábamos preparados para nuevas rutas, pero no teníamos opción. Había que seguir andando, Rusia y miles de kilómetros nos esperaban.
Nos fuimos sin dudarlo. Llenos de dudas. Porque al final: la vida es una tómbola.
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